Así fue como mi maestra de secundaria evitó que me suicidara

Gracias por siempre donde sea que esté, maestra Alejandra

Aviso: este texto contiene fragmentos que pueden ser disparadores para personas con depresión y/o ansiedad

Ya ni me acuerdo de su apellido. Solo recuerdo la forma erizada de su cabello, su voz algo gangosa y que, con mucho esfuerzo, la maestra Alejandra me ayudó a superar una etapa dura de mi vida y evitó mi suicidio.

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Estoy casi seguro que en la secundaria todos nos sentimos fuera de sitio. Y es normal, creo. ¿Dónde caben niños, no tan niños, que aún huelen a miados, con la voz aguda, pero con un poco de vello facial y cambios de cuerpo cada quince días? Seguramente en el circo.

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Puede que para algunos esta haya sido una época alegre, de descubrimiento e identificación, pero para mí fue una de autodesprecio, soledad e intentos suicidas que, por alguna razón, nunca se concretaban.

Fue durante esta época, en el segundo año de la secundaria, que la maestra Alejandra puso un poco más de atención en mí y notó algo extraño. Eso extraño, por supuesto, eran brotes de ansiedad y depresión que no eran nada más cambios de la edad, como otros profesores aseguraban.

Tomó acción casi de inmediato: me llamó a su oficina todos los días a la hora del receso (cosa que me hacía enojar, por supuesto) para platicar. Sus palabras me parecían aburridas.

Durante varios días comenzó a explicarme qué era la depresión y a hacerme preguntas sobre cómo me sentía. Las primeras dos semanas solo le di el avión, pero con el paso del tiempo su voz gangosa fue dándome cierta tranquilidad y no vi mal contarle qué pasaba por mi cabeza, cómo sentía siempre el estómago vacío y el pecho presionado y, finalmente, cómo me quemaban los músculos por las noches, como si quisiera salir corriendo o lanzarme por la ventana.

Nunca me dijo qué hacer y aunque yo creía que me diría que estaba loco y me mandarían al psiquiatra nuevamente, se limitó a seguir preguntando con una paciencia que nadie ha vuelto a tener conmigo nunca.

Pero eso no fue suficiente para hacerme sentir mejor… nunca lo fue.

Para mi cumpleaños número 13, que seguro tenía algo que ver con la suerte, estaba decidido que ya estaba harto de la vida, que esa sensación de vacío que no se quitaba y ese ardor dentro de los músculos que me hacía golpearme o arrancarme el cabello eran alguna culpa que pagaba. Una culpa por la cual no había necesidad de vivir.

Tomé una navaja, que siempre ha estado en el cajón al lado de la cama de mi papá y que hasta la fecha sigue ahí, me encerré en mi cuarto y esperé a que todos se durmieran.

Ese día había llovido casi toda la tarde y la noche. Recuerdo haber invitado a mis amigos a “festejar” mi cumpleaños en casa; recuerdo haberles dicho la dirección y explicarles cómo la pizza que pedimos sabe mejor que cualquiera que hubieran probado antes.

Nadie llegó, por supuesto. Mi mamá lo tomó como cualquier otra cosa y solo abrió la pizza, puso el tablero de ajedrez en la mesa y jugamos hasta el punto en que yo solo estaba pensando en cómo tomar la navaja sin que nadie se diera cuenta.

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En la noche, escuché cómo mi hermano lloraba en su habitación y a mis papás hablarle con ternura y compasión. Eso me puso más triste todavía. El pecho empezó a saltarme y sentía las lágrimas quemarme en los ojos.

Para ese momento, la navaja ya parecía parte de mi mano derecha y sabía que en cualquier momento formaría parte de mi torrente sanguíneo. La empuñé todavía con más fuerza y la apoyé contra mi antebrazo y después sentí cómo brotó la sangre, fría y viscosa, sobre mí.

Después de ese primer corte, recordé una de las cosas que la maestra Alejandra me había dicho: “la gente que se corta lo hace mal. Los cortes horizontales se cierran muy rápido”; me reí. Me reí fuerte.

Ella jamás me había pedido que no me matara. Durante todas las pláticas solo hacía preguntas, solo le interesaba saber qué pasaba conmigo y me recomendaba cosas como ir a un médico especializado (siempre evitó llamarle psiquiatra) o me daba tips que a ella le servían para aliviarse cuando estaba en condiciones similares.

Su forma de apoyarme nunca fue decirme que la depresión es mala o que el suicidio es algo que se debe evitar. Su única solución siempre fue que yo hiciera lo que me diera paz o tranquilidad, así fuera matarme.

Esa noche limpié mi herida con agua embotellada y una calceta (limpia, por supuesto). La mañana siguiente me puse una muñequera de Bloo (el saco azul de Mansión Foster) y fui a hablar con la maestra Alejandra.

Lloró conmigo y me pidió que aceptara la “ayuda especializada”. Le di las gracias, me abrazó y me dijo que era bueno verme un día más.

La semana siguiente comencé a ir con una psiquiatra y aquí sigo, un día más.

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Instituto Nacional Psiquiatria 56552811, 41605000

CIJ CDMX 52121212

CC UNAM 56222288

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