Así pasaban alcohol de contrabando a la cárcel de Lecumberri en los 60

En Lecumberri, se amplió la leyenda del gran escritor y activista José Revueltas. Aquí les contamos una parte de su vida en prisión en el 68.

Durante los años 60 la cárcel de Lecumberri permaneció atascada de presos políticos, pero como la chaviza de aquel entonces era bastante entusiasta, se las ingeniaron para no pasarla mal durante el encierro.

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Porque el 68 no se olvida.

Desde estudiar la mitad del día, pasando por cantar la Marsellesa y hasta conseguir alcohol, los presos lograron burlar la ley y es José Revueltas, un hombre de acción, quien se encargó de contar en su anecdotario cómo lo consiguieron.

José Revueltas no se podía estar quieto, todo en él era la revolución, los tragos y las conversaciones infinitas hasta las once de la noche; hora en la que, puntual, sonaba su propio toque de queda.

José Revueltas no se quedó quieto hasta la tumba. Y ahí, en el panteón, se armó tal desmadre por su entierro que su espíritu parecía seguir moviéndose.

Cuando el candidato presidencial del partido en el poder llegó a su entierro, le dijeron que Revueltas no estaba, que había ido a un homenaje en CU.

Y sí, de cierta forma, el movimiento estudiantil fue una nueva vida para Revueltas, el escritor incansable, el comunista en la constante lucha, el buscador de libertades imposibles. Ahí, entre los jóvenes que lo llamaban “maestro” y “compañero”, Revueltas siguió luchando amenazado por la cirrosis y los problemas pulmonares mientras fumaba y bebía como siempre.

Revueltas encontró en la unión de los estudiantes una nueva razón para sufrir. Pero esta nueva lucha, como todo en su vida, terminó también tras las rejas.

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Revueltas no estaba en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre. De hecho, no estuvo en muchas movilizaciones porque había establecido un cuartel en la Facultad de Filosofía y Letras, donde lo consultaban los jóvenes líderes.

Cuando los militares tomaron las instalaciones de la UNAM, Revueltas tuvo que huir. Durante meses se instaló en casa de su amigo Arturo Durán que editaba el diario El Día y regresaba a casa para soportar las locuras de un cuartel general. Su familia se tuvo que ir a Monterrey y él tuvo que comprar todos los días una botella de tequila para echarle fuego a las conversaciones nocturnas.

Un día los policías llegaron y Revueltas no pudo escapar. Le pusieron una capucha en la cabeza y lo metieron a un coche. No sabía si lo iban a matar, pero pronto reconoció, por las vueltas y la distancia, como viejo lobo de mar, que iba para Lecumberri, el Palacio Negro.

Ahí iba a permanecer tres años, hablando con los compañeros de cárcel, sobreviviendo apenas a atentados contra su vida (como el del año nuevo de 1970), leyendo y escribiendo.

La vida en la cárcel no era algo ajeno a Revueltas, pero su resistencia no era la misma. Seguía fumando con sus boquillas enormes con el gesto aristocrático de un hijo del pueblo, pero tenía dolores en el pulmón. Seguía bebiendo más o menos lo que podía, a pesar de la amenaza de la cirrosis y el recuerdo de Silvestre, su hermano, que murió de alcoholismo.

En la cárcel había varias formas de tomar… unas más glamurosas que otras. Por ahí había un extraño licor fermentado que se cocinaba con cáscara de plátano hervidas en envases vacíos de aceite Mobil Oil. Heberto Castillo le advertía siempre a Revueltas que no se tomara eso porque se le iban a perforar los intestinos. Al maestro Pepe no le importaba mucho.

También había otras maneras de conseguir algo de pomo. A Revueltas, por ejemplo, los visitantes tenían que llevarle una ofrenda como mito revolucionario… sobre todo si querían hacerle entrevistas. Es por eso que Elena Poniatowska cuenta cómo le llevaban gelatinas con alcohol para pasar frente a los guardias inadvertidos. Los presos juntaban las gelatinas y las derretían, o se las comían así, como un doble postre.

“En Lecumberri, los presos o las mujeres de los presos recurrieron a la ingeniosa fórmula de hacer gelatinas de vodka recubiertas con una gelatina de sabor para despistar a las monas (se llama mono y mona a los custodios) que inspeccionaban la comida. (Las había surtiditas: de tequila, de ron, de whisky, pero la de vodka era la que prefería Revueltas).”

Así, en los años de miseria y aislamiento, en la última cárcel de Revueltas, con los jóvenes, siempre hubo forma de decir “Nasdrovia tovarich!”, siempre hubo alguna alegría en las lecturas y las lecciones, en los tragos casuales con los compañeros encerrados.

Claro, hay muchas otras anécdotas que rodean al enorme personaje de Revueltas, porque era un personaje que hacía soñar.

No por nada, fue el hijo predilecto de Durango. Y esa es, tal vez, una de las anécdotas supremas que muestran la hermosa mezcla, en Revueltas, de relajo, de tragos y de martirio revoltoso, gusto por la libertad y amor al prójimo:

“Se le ocurrió al gobierno del estado de Durango declararme hijo predilecto. Entonces dieron un banquete en el que no había ni cervezas, puros tehuacanes. Y eso me pareció indebido. Al final de este banquete todos los concurrentes me acompañaron al hotel donde me hospedaba. Esperé a que desfilaran.

Me voy a echar cuando menos un tequila, pensé. Y me fui a la cantina de la esquina. Ahí estaban todos los participantes al homenaje, ya tomándose unos tragos. Así que era por pura hipocresía que no habían tomado antes. Aquello terminó al día siguiente. Salimos en manifestación de la cantina.

Yo pregunté: ¿Cuáles son las atribuciones de un hijo predilecto del estado? Las que él quiera tomarse, me respondieron. Entonces vamos a libertar a los presos, propuse. Fuimos a la cárcel y saqué a los presos, bueno, no a todos, nomás a los de delitos menores porque el alcalde me suplicaba. (…) Desfilamos luego con los recién liberados por las calles de la ciudad dando gritos: “¡Viva la libertad!” Todos los de la comitiva terminamos sin plumas fuentes, sin reloj ni cartera. Exactamente como le pasó a Don Quijote con los galeotes que liberó.”

Y sí, exactamente, como Don Quijote, Revueltas era un hidalgo caballero en un mundo sin sentido.