Ser gay es muy difícil o al menos lo fue para mí. Aunque ahora me siento feliz de ser quién soy, hace unos años la idea de reconocerme homosexual fue algo que me lastimó y me hizo pensar que algo no estaba bien en mí.
No voy a decir que sufrí como un mártir e incluso sé que hay historias más duras que la mía, pero como nunca había hablado de lo difícil que fue (y que a veces sigue siendo), pensé que era el momento.
La historia puede ser tan larga como cosas de las que nunca hablé: recuerdos de la infancia, de la adolescencia o del inicio de la vida adulta.
El recuerdo puede ser tan viejo como aquella vez que un tío me sentó, siendo yo un niño de seis años (más o menos), para darme un sermón sobre cómo era la forma en que tenía que actuar un hombre, no hablando “así”, no caminando “tal”, y no siendo “marica”; una serie de guías que seguramente también llegaron a escuchar otros como yo.
Ese es sin duda el primer recuerdo que me lastimó y del que nunca había hablado. Es más, me atrevería a decir que mi mamá estuvo presente en el sermón de mi tío y no le dijo nada. Quizá por ignorancia, quizá por creer que eso iba a ser suficiente para que yo dejara de ser “rarito”.
Obviamente el sermón no sirvió y solo me hizo ser más duro conmigo mismo, para intentar ocultar algo que nadie debería esconder: ser tú sin importar lo que piensen los demás. Aunque claro, eso no lo vi así en aquel momento, porque nadie te lo dice.
Otro recuerdo lastimoso fue en la adolescencia. Era fin de semana y en la tele estaban dando un programa en el que un chico estaba feliz, porque su papá lo había entregado en el altar a su novio. Nadie dijo nada, pero mi papá sí:
“¿Tú crees que yo le iba a entregar a mi hijo a otro cabrón?”.
Creo que nomás le faltó decir “pinches putos”, mi papá me dejó ver que quizá, él no estaba dispuesto a aceptar que un día yo le pidiera que me entregara en el altar y entonces, siguió siendo difícil ser yo.
La gran mentira
Creo que como muchos gays también tuve alguna novia pensando en que chance y sí era heterosexual, y ser gay era solo una fase. Ya luego iba a ser “normal”, aunque en realidad no había nada malo conmigo.
Es más, todas estas cosas de las que nunca había hablado las fui escondiendo al grado de construir mi propia historia.
Aún hoy que no oculto mi homosexualidad, cuando alguien me pregunta cómo me di cuenta, o si siempre supe que era gay, prefiero decir que solo sucedió e intento no ahondar en detalles porque me dolió muchísimo.
Recuerdo que en mi primer trabajo, cuando recién había cumplido 18 años, tuve que decir que tenía una novia porque tenía miedo de que alguien me juzgara por ser gay, y aunque ahora me da risa acordarme de eso, y le da risa a mis antiguos compañeros de trabajo, ¿qué tanta risa cupo en mí cuando tuve que mentir sobre mí mismo?
Salir del clóset es pues, otra de las cosas que uno no quiere hacer, otra vez, por miedo al rechazo, por miedo a perder el cariño de los que uno cree que lo quieren.
Pero… ¿se puede estar arrepentido de ser gay?
“Arrepentirse no es una opción para los gays, a menos de que seas Mauricio Clark, jajaja”.
Escribiendo de esto le pregunté a varios amigos gays si alguna vez se habían arrepentido y obviamente la mayoría me dijeron que no, es más, lo negaron rotundamente, aunque por ahí dos me dijeron que sí.
Yo no podía dejar de pensar que, de algún modo, me sentía arrepentido de ser quien soy, de mis preferencias y de esa cierta anormalidad a la que te condena la idea de ser gay.
“Arrepentirse”, según la RAE, significa: “ Sentir pesar por haber hecho o haber dejado de hacer algo” y también “cambiar de opinión o no ser consecuente con un compromiso”.
Y entonces descubrí una cosa: mi arrepentimiento venía de algo que yo había dejado de hacer por mí, para hacer por otros: ser alguien más, ser la persona que mi tío me dijo.
Aunque la última vez que mentí sobre mi homosexualidad fue hace años, la idea de que nunca viví siendo yo mismo me sigue persiguiendo hasta ahora y quizá, es eso de lo que estoy arrepentido.
Sin embargo, arrepentirse, según la RAE también es “cambiar de opinión” y quizá, si algo tenía que hacer, era ver mi arrepentimiento más como un dolor que la vida me trajo solo por ser distinto. Un dolor que nadie debería experimentar.
No escogí ser gay y como no puedes arrepentirte de algo que no es una opción, no puedes arrepentirte de ser tú.
A mis amigos también les pregunté si habían vivido discriminación o intentaron ocultar su homosexualidad.
Mis preguntas eran con trampa porque todos me dijeron que sí, que era difícil ser gay en un país donde la homofobia sigue existiendo, que habían sido discriminados, y que en distintas ocasiones mintieron por miedo a que no los contrataran en un trabajo, a que los rechazaran en una fiesta, o a que su familia se enterara.
Mis amigos, como yo, se arrepintieron en algún punto y estoy seguro de que sintieron pesar por dejar de ser ellos mismos.
Roberto, uno de los que me dijo que sí se había arrepentido de ser gay, me explicó que lo había hecho porque pensando en su ideal de vida -casarse con alguien que ama y formar una familia- se dio cuenta de que era más fácil siendo heterosexual. También me aclaró que eso lo pensó “cuando era un chamaquito hace años”.
¿Se acuerdan de lo que dijo mi papá? Pues quizá de ahí también venía mi arrepentimiento y el hecho de que allá afuera hay un montón de hombres que, más allá de lo sexual, se casan con mujeres y tienen una familia porque en su arrepentimiento los obligaron a tener esa “vida normal”.
Otro de mis amigos arrepentidos, Paulie, me dijo que era porque varias chicas “guapas” se le habían declarado y él se había arrepentido de ser gay y no poder andar con ellas.
Un amigo más, Alex, a quien ahora envidio, me contó que sus papás siempre lo aceptaron y que a pesar de discriminaciones cotidianas, siempre pudo vivir su sexualidad libremente.
¿Y ahora qué?
Si se preguntan qué pasó con el tío homofóbico, resultó que era gay fue uno de los primeros a quienes les conté que soy gay y me dijo que estaba bien. Espero que él no se acuerde de haberme dado ese sermón que tanto me lastimó.
Si se preguntan qué hizo esa mamá que se quedó callada, la vez que salí del clóset con ella lloramos juntos y me dijo que estaba bien, que ella siempre había sabido que era gay, y luego me preguntó que si le iba a poder dar nietos.
Si se preguntan qué pasó con el papá que nunca en su vida le entregaría a su hijo “a otro cabrón” en el altar, a él nunca le dije que soy gay, pero alguna vez que terminé en el hospital me dijo “te amo, hijo”, y eso bastó para que yo entendiera que me ama como soy, y que algún día me va a entregar en el altar.
Incluso fue él quien por primera vez me enseñó a amar a Sylvester, una de las grandes reinas de la música disco, aunque esa es otra historia y otro texto.
Con el tiempo me alegró saber que yo no era el único gay del mundo y que incluso, tengo primos más chicos que también lo son y que aunque me pueden quitar el título de abeja reina, hacen una familia más fuerte. Me alegró saber que somos muchos y que estamos locas, locas.
Aunque hay muchas cosas que me preocupan, como saber que muchos chicos aún tienen una lucha contra el rechazo de sus familias, o saber que por ahí habrá un tío que siente a su sobrino para sermonearlo sobre cómo no ser “maricón”, sé que un día esto va a cambiar.
No me arrepiento de ser gay -jamás lo haría-. Me arrepiento de haberme escondido y de haber dejado que otros me enseñaran cómo tenía que ser. Pero ya no, ya puedo ser yo, y puedo ayudar a que otros sean ellos mismos.
Por eso escribo esto, para aquellos que están allá afuera sin poder salir del clóset, para que nunca se arrepientan de ser quienes son y encuentren su propio camino a la libertad.
¡Happy Pride!